Esta noche cambia el horario oficial. Decían que iba a ser el último, pero parece que la cosa se pospone. Llaman la atención las discusiones que provoca el asunto. Más si cabe en las zonas más orientales y occidentales del país, las más afectadas por el reloj respecto al sol. No importa la especialidad profesional del opinante, ya sea sociólogo o astrofísico, economista o sanitario, porque desde una perspectiva profesional todo el mundo admite la importancia del sol (los gallegos comen más tarde que los de Baleares si nos fiamos del reloj pero exactamente en el mismo momento solar). Lo que sí importa es que la persona que emite su opinión sea madrugador (alondra) o noctámbulo (búho), o feliz cumplidor de las normas sociales (sistémico) o empeñado en ensalzar la libertad individual (empático). Y sobre todo orgulloso de ser cualquiera de estas cosas. Los husos horarios, esos que insisten en que Barcelona y Londres deberían tener la misma hora de reloj, son una arbitrariedad política qu
La política española vista desde una provincia o una comunidad autónoma que apenas varía su voto resulta un extraño espectáculo. Por un lado tranquilizante, por otro aterrador. Parece como que en tu país puede pasar cualquier cosa, y apenas puedes hacer nada. Los temas que decidirán la composición del gobierno y de las cámaras de representantes pueden llegar a localizarse en aquellos territorios donde se juegan flecos de diputados. Una alcantarilla de Torrelodones puede tener más influencia que la política sanitaria o educativa propuesta para el conjunto del país. Y los estrategas de los partidos lo saben. Concentrarán sus esfuerzos en los grupos concretos de las redes sociales, en las comunidades de voto variable. Nada de atender a los jubilados o a los autónomos si están demasiado dispersos. Ni mucho menos a los pesados del norte, con sus nacionalismos estables, o los recalentados del este con quien no hay nada que hacer. Aquí importa hilar fino. El big data y el tiro al blanco. Va